De pronto estaba tranquilamente dando vueltas por el departamento y se me ocurrió entrar a la pieza más chica, aquella que quedó para guardar las cosas del pelado después de su partida. Allí habían muchos objetos amontonados que eran de él. Bueno, el tema es que entré a ese dormitorio y allí habían o hay todavía, muchas cosas que le pertenecían. Era un amante de las cosas del mar y de su folclórica representación mercantil que el comercio o los chinos hacen del océano. Le gustaba coleccionar pequeñas figuras relacionadas a los marineros, pescadores, sirenas, anclas y timones. Tenía también pequeños barquitos y todas esas cosas, que quizás le hacían evocar una pasión oculta y no concretada por los azares de la vida. Esas cosas estaban ahí, en ese lugar y acumulaban polvo, abandono y tiempo. El paso de los meses, carcomía todo aquello y eso me compadeció de alguna forma. Entonces, entré al dormitorio y vi un barquito muy pequeñito que era como una miniatura de un velero o chalupa; de esos que están siempre ahí en los escritorios, adornando las ideas de literatos románticos o de poetas anónimos. Tomé el barquito que era muy pequeñito, con muchos detalles muy realistas, y lo trasladé a mi dormitorio, y lo puse arriba de un libro, el cual está en una repisa en la pared. Lo ubiqué arriba del libro de Bolaño, aquel póstumo legado literario, 2666. Y bueno, lo dejé ahí con la intención de tratar de llevárselo alguna vez a mi hija. Pasaron los días y las semanas y el barquito seguía allí. Un día volví por esos lados y me fui a mi dormitorio. Para matar un poco el tiempo, me puse a leer un libro de Cortázar donde los personajes se ganan un premio y hacían un viaje en barco. Me fumé unos cigarrillos y de momento había terminado de leer el capítulo de la novela y decido hacer la cama, dejarla ordenadita; bien estirada como si fuese el catre de marineros en alta mar, bien hecha, porque después tendría que ir a otro lado, y no soy de los que dejan su dormitorio patas arriba. Entonces, en ese preciso momento, levanto la mirada y veo que el barquito estaba puesto arriba del libro de Bolaño, puesto en otra posición, pero no de forma horizontal como yo lo había colocado inicialmente, sino que dispuesto en vertical; apuntando la proa hacia la pared. Se encontraba totalmente en otra posición, eso me desconcertó un tanto. Eso me pareció extrañísimo. No sé qué pudo haber sucedido, ya que no lo moví; lo dejé de manera horizontal y de un momento a otro, mientras leía (es lo más seguro, ya que cualquier tipo de manifestación paranormal busca los descuidos, los momentos de abstracciones de las personas para operar, me imagino) cambia de posición, solo. ¿Solo? ¿Cómo era posible esto?
Quizás hubo una telequinesis involuntaria de mi parte, una suerte de autosugestión que predetermina la idea de que el barquito lo había movido yo, inconscientemente o que lo había puesto en horizontal, y que, como buscando una excusa para encontrar esa suerte de comunicación de inframundo con aquel que perdí hace poco, no lograba concretar. Quizás yo soy el que está equivocado. De una u otra forma, este duelo no cerrado existía en mí, y generaba esta sugestión, tal vez eso era.
El barquito quedó alineado con el libro de Bolaño, como si el autor de La pista de hielo fuese una brújula o un astrolabio que guía su rumbo, allí puesto en el estante, para que navegue por las aguas de mi biblioteca. Mostrando su lomo a los lectores con un desparpajo insolente, quedó el barquito. Estaba así como si estuviese indicando el derrotero de una literatura que marcaba la senda de la derrota; de la vida que se quiebra ante la muerte, de ese recuerdo amargo cuando las cuentas no las cierras adecuadamente con las personas o necesitas más tiempo con los tuyos, para aprender a quererlos, antes que la Noche llegue y cierre los ojos para siempre. Pero cuando esos seres queridos parten prematuramente ya es tarde y todo se pierde irremediablemente y sólo quedan los recuerdos, sean buenos o malos, que de una u otra manera están condenados al olvido. Todas estas cosas, ideas vagas, se habían quedado fijadas en mi mente en el instante aquel, gracias a este hecho insólito, inexplicable y poco verosímil. Estuve mirando el barquito en aquella posición un tiempo más, sin animarme a pararme de la cama y volver a colocarlo como lo había puesto. Seguí leyendo un rato más hasta que sin darme cuenta me quedé dormido un tiempo indeterminado.
La brisa era agradable y estaba despertando de una siesta que necesitaba. Sentía que el aire estaba cargado de una salinidad un tanto dulce, agradable melodía de sabores era esa brisa. Abría los ojos, más bien entornados, pero no los abría y, sin embargo, algo podía ver en esa penumbra nocturna: el cielo estrellado. Sentía el bramido del mar, peces que saltaban por sobre la superficie del agua. Algunos llegaban donde estaba recostado y me pegaban en el cuerpo. No tenía muchas fuerzas, no sabía muy bien el porqué, pero estaba consciente. Los peces dejaron de saltar; ya me había dado cuenta que estaba en un barco. Sabía que realmente estaba allí, que tenía que hacerme cargo de dirigirlo, porque estaba solo en él. El barco era pequeño y sólo tenía tres secciones; estancos y compartimientos básicos. Me incorporé para tomar el timón. No sabía hacia dónde tenía que dirigirme. En el cielo no reconocía las constelaciones ni los cuerpos celestes más comunes. Habían cambiado todo el orden del firmamento, siendo éste más brillante y resplandeciente. La Osa Mayor y Menor no estaban. El Cinturón de Orión no era tal: ahora eran cuatro y no tres las estrellas que lo componían. Desconcertado ante el hecho me di a la tarea de observar con detalle el cielo nocturno en medio de este mar interminable. Estuve un tiempo considerable en esto, hasta que en el horizonte comencé a ver una luz tenue y débil. A cada momento que pasaba, la luz se hacía más clara y nítida. De momento ví un barco idéntico al mío. La luna llena era esplendorosa, mucho más grande de cómo la recordaba. Debes seguir las estrellas que están agrupadas en forma de serpiente. En el extremo del cielo encontrarás la cabeza, dijo alguien con una voz que la encontré extrañamente familiar, pero no pude precisar. Seguí el camino indicado por la presencia, que a pesar de lo iluminada que estaba la noche, no pude ver su rostro, que lo cubrían las sombras y su capucha de monje medieval. Tuve un pequeño atisbo de temor ante su presencia aunque, luego, eso lo dejé atrás.
Llegué a una playa inmensa, en la que se perdía la vista. No se alcanzaba a ver su inicio y su final y eso me inquietó. Bajé del barco y caminé por la orilla. El interior de la isla estaba tupida por una vegetación impenetrable, era realmente una selva oscura. De ella provenían toda clase de sonidos: gruñidos y trinos hermosos. Estuve mucho tiempo caminando por la rompiente de la ola y escuchando los sonidos que venían de la floresta. Me dí cuenta que la noche no se iba, es decir, el tiempo no pasaba y seguía siendo de noche. Las estrellas y constelaciones seguían fijas en su lugar. Sentí que me fatigaba, así que me senté en la arena a contemplar el espectáculo nocturno y sus dinámicas. Un sopor inesperado me invadió, y una voz, sonó fuerte, más allá de la sierra selvática que estaba a mi espalda. La voz me invitaba a dormir, a soñar con cosas maravillosas, a disfrutar de los laberintos de mi ser, de mi mente que estaba ya en una zona de quietud y tranquilidad. No necesitaba la vigilia, porque en mi sueño yo ya estaba despierto y nunca necesitaba dormir. Alguien golpeó una puerta y yo me paré de donde estaba sentado. Era la Voz. Abrí la puerta, que estaba en medio de la playa como el marco de una fotografía que está colgada en medio de la pared y nada más hay en ella. ¿Por qué estás así; tan desanimado, sin ganas de trabajar o de hacer alguna cosa productiva, simplemente estás sumido en ese vicio? Es que usted no quiere reaccionar, eso es lo que le pasa. Me da la impresión en todo caso, que usted puede salir adelante, contar conmigo puede. Quiero poder ayudarlo a resolver este problema, dijo la Voz en un tono muy compasivo. Quise saber quién me habló, pero no pude contemplar su rostro, al igual que el hombre del barco que se me cruzó. No pude verlo porque no había nadie. Lo único que había detrás de la puerta, una vez que la abrí, era la selva oscura. Sin embargo, escuché lo que me dijo. Eso fue real, tan auténtico como la muerte de un ser querido. Me puse a caminar y llevaba un buen rato en eso, cuando sentí que alguien me daba la mano. De momento la vi: era una niña de unos siete años, de pelo castaño claro —¿ o acaso lo imaginé esa noche?—, con una tez blanca y unos ojos grandes como la noche y la playa. Sus manos eran finas como la nieve. Me mostró su peluche: un conejito de un pelaje especial, color crema. Tenía un collar de lana roja y orejas grandes de conejo. Se llama “copito”, me dijo en un tono dulce y amoroso. ¡Qué voz más bella tenía! Con ese registro vocal seguro ella podría ser parte de los niños de Viena. Luego me mostró un barquito muy pequeño, que podría caber en una botellita. La miniatura del barco era espectacular. No era algo que estaba hecho con lujo de detalle, pero transmitía una nostalgia por el mar y todo lo que venga de él. Realmente me conmovía. Le pregunté quién le había dado los juguetes; ella me respondió luego de unos minutos pero no con palabras, sino que con su mirada. Sus ojos reflejaban la grandiosidad del Für Elise, y su paz, y su belleza más escondida me emocionaba en ese instante. En cada acorde de esa melodía inolvidable, que salía de su mirada, yo encontraba una emoción y una paz única. Su mirada me transmitía una dulzura, que degustaba mi ser, y que me transmitía la certeza de lo que yo le preguntaba.
Recuerdo que seguimos caminando hasta que me detuve a descansar y nuevamente me senté en la arena. Escuché el mar y las olas, vi las estrellas y la noche y ella me acompañaba. Lloro porque no puedo dejar de pensar, siquiera un instante, que todo es muy breve, y que el problema es elegir, le dije. Seguía hablándole de manera compulsiva sin un dejo de consideración por ella, ya que la saturaba de cosas. No le daba el tiempo para procesar lo que le decía. Me abrazó entre sus delgados brazos y yo me arropé a ella y entré en un profundo sopor y por fin dormí. Dormí profundamente como nunca lo había hecho y sentí que estaba en casa, con mi madre, con el pelado y mis hermanos. Puede que lo haya soñado, pero lo cierto es que desperté luego de un rato, muy sudado, a mitad de la noche en mi departamento; esa vieja fortaleza, que ha estado erguida y cobijando a mi familia desde la época de los setenta. Encendí la luz de mi velador y a un costado de la lámpara estaba el banquito, lejos del libro de Bolaño y de aquella niña de mi sueño.
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