Consideremos que el profesor llegó a trabajar a la escuelita, como algunos funcionarios insisten en llamarla, cuando su cáncer ya había avanzado considerablemente. Algunos alumnos perspicaces, insinuaban que el docente poseía un aliento de tumba, porque justamente la enfermedad se había alojado en la base de su lengua. El liceo en el cual se desempeñó por aquella época era oscuro, casi tétrico, es decir, el clima siempre se percibía denso, pesado como un océano, profundo como un cielo estrellado. Los colegas luchaban entre sí por obtener la bonificación del empleado del mes, que era lo más esperado por las autoridades y obviamente por los funcionarios, incluyendo a los profesores del liceo. La envidia, los celos y la competencia eran la ley. Aquellos que conseguían los “mejores” resultados, disfrutaban de la adulación -por cierto, del dinero- y el reconocimiento ajeno, quienes no, recibían el escarnio público; una verdadera lapidación, un repudio.
En una oportunidad, el docente, alzó tanto su voz para hacer
callar a su curso, que estuvo por un tiempo, un tanto prolongado, mudo. Así
trabajó por varias semanas hasta que fue llamado a la oficina de la directora.
Se le comunicó que sería sancionado, atendiendo quince apoderados por día en un
lapsus de un mes. Trató de abogar haciendo conocer nuevamente su estado de
salud deplorable. Hoy los tratamientos son muy efectivos, parrita… no se
preocupe…, de la boca de la directora esas
palabras fueron vomitadas, entre un dejo sardónico y una modestia
esperanzadora, siendo a su vez que, Nicanor, petrificado por dentro, la miraba
casi sin aliento, y sin ningún argumento miró desconsolado a través de la
vertical y angosta ventana de aquella oficina. Su mente se bloqueó. Hasta ese
momento su enfermedad era sólo rumores para aquellos incrédulos, aunque sus
estudiantes deducían, no con mucho esfuerzo, que su fin del no estaba lejos. Cada
día lo veían más demacrado. Si bien no se le notaba tanto en el rostro, pero
sí, el cansancio se le apreciaba más de la cuenta en sus gestos y su voz. Sus
más de cincuenta horas semanales, a causa de su castigo, lo demacraron a tal
punto que su misma indumentaria se veía ajada. Un colega, más que insidioso, le
preguntó qué le estaba pasando, por qué se veían tan tristemente como si fuera
un Quijote vagando por valles y colinas. Ante la curiosa pregunta, así lo
entendió Nicanor, éste le respondió preguntándole acerca de qué le parecía su
cara abofeteada. El colega, muy literal, por cierto, le consultó quién le había
dado una cachetada, lo que generó que Nicanor lo quedara mirando con una
curiosidad abismal. Los rumores no se dejaron de escuchar desde ese momento en
la sala de los docentes y en las oficinas de los directivos. Algunas voces
postulaban, que la directora, ante la evidente ineptitud del profesor Nicanor, había propinado tal cachetada en el
viejo rostro de Nicanor, que ésta había sonado a lo largo y ancho de las
dependencias liceanas. Evidentemente el hecho no se había dado como tal. Cuando
las personas quieren creer, creer sin tapujos ni barreras, sólo la fe ciega es
lo que los sustenta, pensó el profesor esa noche. Por esos días las consultas y
las preocupaciones por el profesor no se hicieron esperar. Él sabía que las
dulces palabras que sus compañeros le expresaban, no eran más que simples
lisonjas, que no tenían una explicación clara en su mente, pero que allí
estaban descolocándolo, podríamos decir, positivamente.
En otra ocasión, el pedagogo llegó con unos lentes bastante
curiosos: el marco negro y orondo, los vidrios como lupas. Todos sus colegas
murmuraron respecto de lo que le había pasado en sus ojos, del por qué ahora
usaba lentes, del por qué todo se tornaba un abismo blanco en él, del por qué el
mismo Nicanor no se daba cuenta de la inutilidad de su existencia. El profesor
no encontró una explicación en su mente. Sólo fui al oculista y me recetó
anteojos, dijo en tono indiferente casi imperceptible. Pero los comentarios,
esta vez, quedaron relegados al último cuarto de las habladurías y la
concentración se fijó, en los días siguientes, en los anteojos como tal.
Realmente los marcos son muy feos. No le vienen a su rostro demacrado,
manifestó la docente que impartía matemáticas. La cual lo miraba con un dejo de
asco y desprecio contenidos en el fuego de su mirada y callados por una sínica
sonrisa. Por otra parte, los alumnos felicitaron a Nicanor por su nueva
adquisición y lo animaron a sentirse bien consigo mismo, aunque ellos sabían
muy bien el aspecto ridículo que adoptaba con estos nuevos lentes. A la semana
de haber estrenado sus anteojos, sobrevino en los pasillos del establecimiento
un conato entre alumnos. En el momento en que se desembocó la trifulca, Nicanor
se encontraba allí, conversando animadamente con un pequeño grupo de alumnos,
respecto de un gaucho argentino que deja la ciudad para hacerse cargo de una
estancia en la pampa. Intentó separar a las alumnas que parecían lapas por la
pelea. Los mechones de cabello volaban y, él, cargado como un equeco, no podía
disolver el altercado. Fue tanta la fuerza que tuvo que aplicar, que perdió el
equilibrio y cayó estrepitosamente, saltando sus lentes, entre los pies de los
que allí se juntaban, siendo éstos pisoteados. Debido a esto, la pena y el desánimo
lo inundaron por semanas, puesto que no tenía muchos recursos para reemplazar
los anteojos rotos. Hijo, debemos hacernos cargo de la deuda en el cementerio.
Debes aceptar los costos del crédito, de otra forma a mi viejo lo colocarán en
la fosa común, había dicho doña María del Carmen, con las manos juntas como en
gesto de rezo, que más bien aquello parecía súplica. Su hijo, como buen hijo
único que era, hacía inmediatamente lo que su anciana madre le solicitaba. No
ponía, siquiera, una sola objeción a su voluntad octogenaria y corría por donde
tuviese que correr para hacer lo que debía y lo que le pedían.
Uno de los colegas insidiosos le preguntó, en una
oportunidad, cómo había llegado a estropearse tanto la visión. En cuanto a mis
ojos, no puedo ni siquiera a tres metros, reconocer ni a mi propia madre, dijo
con cierta rabia, Nicanor. Y, ¿qué te pasó?, le había preguntado el pérfido.
Nada, le dijo sardónico el docente. Solamente me los he arruinado haciendo
clases: mala luz, el sol y la miserable luna, manifestó. Los que estaban allí,
lo miraron con una extrañeza desmesurada y sólo atinaron a hacer un gesto
afirmativo, volviendo cada uno a sus labores en sus respectivos computadores
personales. Deberías trabajar más viejo Nicanor. Te paseas y te paseas por los
pasillos y nunca te vemos en algo productivo, vociferaron al otro extremo de la
sala de profesores. Luego de este comentario las risas se escucharon en toda la
sala, aquello caló hondo en Nicanor, lo que le generó una cólera ciega. El grito
se dejó escuchar: “tienen la cara dura como el pan que da el burgués en sus
limosnas”. El alarido de Nicanor rompió con todo. Los docentes se agitaron y
alzaron voces de reclamo ante dirección por los dichos proferidos. ¿Cómo se te
ha ocurrido decir eso Nica?, le había dicho el bibliotecario en tono de reclamo
tierno. Las explicaciones giraban en torno a los malos tratos, la indolencia,
la indiferencia y el sojuzgamiento que todos, con mayor o menor grado, ejercían
contra él. Sé, Nicanor, que acá nadie te estima como lo hago yo, porque tú, en
el fondo eres más que ellos en todos los sentidos imaginables, dijo el
bibliotecario, tratando de consolar al pedagogo, que nuevamente, estaba
destinado por un mes a atender apoderados diariamente. El agobio lo colapsa, no
lo deja respirar, dejándolo en la inopia de sus fuerzas. Nadie se ha acordado
de mi cáncer, son una tropa de indolentes, pensó Nicanor en la comodidad de su
cama. Te acuerdas del Mario, y cómo lo ningunearon, dijo Nicanor con una voz
profunda, en otra oportunidad. En aquella época a Mario lo humillaron
destinándolo al lavado de los inodoros, porque se había atrevido a enseñar a
través de la representación teatral la historia de cuatro hombres libertinos,
que, deciden bajo influencias lascivas, dar rienda suelta a sus pasiones en la
vieja suiza, encerrados en un castillo que llamaron Shilling. Para la
representación, el profesor de lenguas, escogió, entre las más bellas de sus
alumnas, a las cuatro alcahuetas de Sade, quienes estarían encargadas de relatar
las múltiples formas del deleite sensual. Con una cámara de video propia de la
época, el pedagogo, grabó las sesiones y, teniendo él, mucha llegada con las
muchachas, terminó llevando las escenas más allá de la ficción, obteniendo como
resultado el embarazo de una de las alumnas. Obviamente las circunstancias
conspiraron para que el asunto no escapara de la esfera privada; la muchacha
terminó retirándose de la institución, y el profesor, por su parte, comenzó a
entregarle a la muchacha una modesta cuota de manutención, que a lo largo fue
menguando hasta desaparecer. Visiblemente el número original de los personajes
de las 120 jornadas, excedía lo que el profesor podía conseguir como
participantes de su montaje; pero en el fondo, aquello sí rayaba el en exceso y
en la desmesura, como también todo lo que nos piden acá, todo es tan inútil,
manifestó Nicanor, mientras el viejo bibliotecario ordenaba tarjetas de libros
prestados y hacía cómo que no le tomaba atención.
Giró el sol y la luna cambió en sus fases cuando supimos de
una nueva afrenta contra del docente. Por aquellos días Nicanor no fue a
trabajar un día lunes. El pánico no cundió solamente porque un auxiliar se
aprontó a suplir las clases que debía hacer el profesor, explicando los riesgos
inherentes del consumo de drogas y la consiguiente la desatención de los
puestos de vigilancias, como él llamaba a la puerta del liceo. Ya en las horas
de la tarde, Nicanor, llegó al liceo muy alterado y confundido. Decía haber
visto unas formas extrañas en el aire, las que tenían colores extraños,
cambiantes en sus tonalidades, adquiriendo formas raras, que asemejaban mujeres
teniendo sexo o cuidando a unos niños. Pero, ¿de qué habla usted, Nicanor?, le
consultó la directora, mientras ni siquiera alzaba la mirada para hacerle la
pregunta. Lo que le digo…, le había manifestado el docente visiblemente
afectado. La directora tuvo un rayo de empatía y dejó los papeles que tenía en
sus manos en el escritorio y se dignó, esta vez, a mirarlo y escucharlo. Bueno
profesor, ¿sabe lo que deberá hacer para expiar sus culpas?: será locutor del
acto del día del docente, exclamó con el clásico tono de la imposición la
directora. Esta noticia cayó como un rayo sobre el viejo pedagogo, que vio cómo
el término de su carrera no concluía nunca y se seguía dilatando ya por la
burocracia del sistema, ya por la intransigencia de su empleador, ya porque ese
era su destino. Luego de la perorata del viejo docente, para alegar incapacidad
para esa función, éste fue conducido a la enfermería del liceo, la cual era un
remedo de lo que se entiende por el concepto. Las mejillas de Nicanor
permanecieron por semanas blancas como las de un cadáver y aquello no dejó de
sorprender a todos en el liceo, desde alumnos hasta los auxiliares que limpian
los inodoros. El día del acto se acercaba a pasos agigantados y el libreto,
comisiones y escenografía estaban listos. Y Nicanor no llega, qué pasa, a dónde
se metió, todos decían con nerviosismo. Pero lo divisaron llegar a diez minutos
del comienzo de la ceremonia. No se preocupen, aquí estoy, dijo con un aire
renovado; su piel estaba tersa y firme, su postura ya no estaba encorvada y su
voz retumbaba con el vigor de la lozanía. El silencio y la sorpresa fue unánime
y el respeto a la figura de Nicanor fue la regla. Todo se llevó a cabo según lo
previsto y las palabras de cierre estuvieron marcadas por la solemnidad.
Quisiera finalizar esta ceremonia solemne destacando que como ustedes ahora, yo
también fui joven y tuve sus mismos sueños: fundir el cobre y limar las caras
del diamante, pero aquí estoy diciendo estas palabras y queriendo haber limado
las vidas, en vez de los minerales. No les guardo rencor (¿debería?), porque el
resentimiento sólo me marchitaba como la rosa que guardaba por décadas el
doctor Heidegger, sin embargo, acá estoy despertando de esa pesadilla
(¿ensueño?) para abrir los ojos a otro sueño, uno más verdadero que me cuenta
que las cosas nunca van a cambiar y que me seguiré embruteciendo detrás del
pupitre por estas quinientas horas semanales que hago, dijo el profesor,
mientras el sonido de la mágnum le destapaban los oídos a los asistentes, que
habían olvidado que el cáncer de Nicanor ya se había ramificado.