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martes, 8 de abril de 2025

Ascensión de fin de año


Despertó como de costumbre antes que sonara el despertador, se puso atento para apagarlo cuando comenzara el ringtone; había dormido mal y sentía cierta pesadez en su cabeza y producía un silbido al respirar. Apenas sonó el despertador lo apagó y se metió en el baño; cuando se miró en el espejo para lavarse los dientes se impresionó, no podía creer lo que veía, era su rostro casi desfigurado por un bulto que nacía en su mentón y abarcaba todo el costado izquierdo del cuello. Se palpó la hinchazón, no era dura, pero tampoco era una inflamación normal, se dijo a sí mismo – tendré que pedirle permiso a doña Misericordia para ir al médico. Se duchó y comenzó a vestirse, cuando se puso la camisa se dio cuenta que el primero y segundo botón no podía abrocharlos por la hinchazón del cuello, menos pudo ponerse corbata. Salvó la situación poniéndose una bufanda, aunque ya era primavera, no podía presentarse en su trabajo con la camisa abierta.


Por cierto que llegó atrasado a su trabajo, entró casi corriendo al colegio donde trabaja y pasó frente a la ventana de la oficina de la directora, le hizo una especie de reverencia a modo de saludo, como respuesta obtuvo un gesto con la mano de doña Misericordia para que se apurara en tomar el curso. Su lugar de trabajo era oscuro, no porque faltara luz o fuera de construcción antigua; al contrario, la directora siempre se ufanaba de estar construyendo nuevas salas de clases porque estaban llegando más alumnos. Lo tétrico era el clima que siempre se percibía denso, pesado como un océano, profundo como un cielo estrellado. Los colegas luchaban entre sí para obtener la bonificación del empleado del mes, que era lo más esperado por los funcionarios. La envidia, los celos y la competencia eran la ley; muchas veces esta lucha era exacerbada por los comentarios de doña Misericordia para indisponer unos con otros. Aquellos que conseguían los mejores resultados académicos con sus alumnos, disfrutaban de la adulación –por cierto del dinero- y del reconocimiento de sus apoderados; quienes no, recibían el escarnio público, el repudio y peligraba su permanencia en el establecimiento.

Cuando entró a la sala de clases, sus alumnos comenzaron a preguntarle por qué andaba con bufanda si ya no hacía frío; cuando notaron el bulto en su cuello los cuchicheos entre ellos abundaron y fueron aumentando de tono. Tuvo que alzar la voz para hacer callar a su curso; fue agotador hacer clases esa mañana y con el esfuerzo que hizo para hacerse escuchar, empezó a enmudecer. En el recreo del almuerzo fue llamado a la oficina de la directora. Primero tuvo que dar explicaciones por su atraso al ingreso de la jornada, con el hilo de voz que le quedaba; le dijo que las razones eran de salud y estaban a la vista, obvió la parte en que estuvo largo rato tratando de ponerse la corbata. Tendré que pedirle permiso para ir al médico – le dijo a la directora; trate de pedir hora fuera de su horario de trabajo – le respondió ella, y agregó – en todo caso los tratamientos hoy en día son muy efectivos, Parrita, no se preocupe – de la boca esas palabras fueron vomitadas con un dejo sardónico; Nicanor, petrificado por dentro, la miraba casi sin aliento, y sin ningún argumento, miró a través de la vertical y angosta ventana de aquella oficina. Abatido salió de la oficina de la directora y notó que los profesores y alumnos que estaban en el patio lo miraban como bicho raro; a esa hora su estado ya era conocido por todos y los alumnos se referían a él como el Profe del Cototo; otros más crueles le llamaban El Pelícano.

Sólo pudo conseguir atención médica para una semana más, mientras tuvo que seguir haciendo clases; cada día le costaba más hablar hasta que enmudeció. Nuevamente fue llamado a la oficina de la directora, quien solo le dijo – trate de pedir licencia médica, así podré reemplazarlo. Por fin llegó el día de la atención médica; se presentó puntualmente en el centro médico; aunque tenía reservada la hora de atención, igual tuvo que esperar casi cuarenta y cinco minutos para que lo atendiera el médico. Fue llamado por el altavoz a la consulta tres, entró y un médico con cara de cansado comenzó a hacerle preguntas, que apenas pudo contestar por su problema de voz; luego comenzó una examinación táctil y visual, le palpo el tumor y le hizo abrir la boca alumbrando su cavidad bucal con una lamparilla; no decía nada, solo movía la cabeza de derecha a izquierda y viceversa. El médico terminó de examinarlo y se sentó a su escritorio para escribir en el computador, sin decir una palabra. Luego imprimió varias hojas y recién comenzó a hablar, - se tiene que hacer estos exámenes- y le entregó varias hojas con órdenes de examen médico; luego comentó – no puedo aseverar nada hasta que vea el resultado de los exámenes, pero mi experiencia me indica que esto está serio, por otra parte no puedo darle licencia médica hasta que tenga un diagnóstico. Nicanor abandonó el centro médico más apesadumbrado que nunca.

Como no le dieron licencia médica tuvo que volver a hablar con directora y ante la imposibilidad de hacer clases, ésta con cara de disgusto lo asignó a la biblioteca para atender pedidos de libros, fichar nuevos libros y volver a empastar aquellos que estaban deteriorados; otra parte de su jornada la dedicaba a registrar asistencia en los libros de clases y completar estadísticas. Hasta ese momento su estado era una ola de rumores entre el personal, aunque sus estudiantes deducían no con mucho esfuerzo que su fin no estaba lejos. Cada día lo veían más demacrado y el cansancio se notaba en sus gestos. Sus más de cincuenta horas semanales lo fueron acabando poco a poco, hasta el punto que su misma indumentaria se veía ajada. Un profesor insidiosamente le preguntó por qué se veía como un Quijote vagando por valles y colinas, Nicanor solo contestó - ¿qué te parece mi cara abofeteada?; el profesor, que al parecer no entendía mucho de figuras literarias, tomó literalmente la respuesta de Nicanor y le espetó -¿quién te propinó la cachetada? Nicanor miró atónito a su interlocutor, evitó hacer un comentario ante la falta de perspicacia de su colega y siguió registrando la estadística de los alumnos que habían cometido alguna falta durante la semana.

Los rumores no se dejaron de escuchar desde ese momento en la sala de profesores y en el pequeño comedor donde almorzaban; una profesora, que siempre se jactaba de estar muy bien informada, afirmó que la directora, ante la evidente ineptitud de Nicanor, había propinado tal cachetada en el viejo rostro del profesor, que ésta se había escuchado hasta en su sala de clases; dicho esto, la profesora miró los rostros embobados de sus colegas y lanzó una estentórea carcajada.

Cuando Nicanor supo de la versión de la profesora, que a esta altura se había transformado en la versión oficial de un hecho que nunca había ocurrido, reflexionó – cuando las personas quieren creer sin tapujos ni barreras, sólo la fe ciega los sustenta. Todo este ambiente con sus colegas produjo que Nicanor se volviera más hacia su interior; se refugió en los recuerdos de su adolescencia cuando los días eran luminosos y derrochaba juventud, recuerda aquella joven pálida y sombría que conoció en su pueblo cuando ambos despertaban a las experiencias fascinantes de la juventud que sin querer dejan huellas. La relación con ella fue de estricta cortesía, sólo palabras; puede que alguna vez la haya besado, pero quien no besa a sus amigas. Disfrutaba de la compañía de aquella joven melancólica que tuvo una inmerecida muerte y de la cual ya ni recuerda el nombre, por eso la nombra como María.

Los exámenes médicos confirmaron las sospechas del médico y los temores de Nicanor. Fue sometido a una cirugía para extirpar el tumor y posteriormente a un tratamiento de radiación. También tuvo que atenderse con un oftalmólogo porque su visión estaba muy deteriorada. Después de una larga licencia médica, en la que además tuvo apuros económicos porque el Compin rechazaba las licencias médicas y las que aceptaba, demoraba en pagarlas. Ya recuperada su voz y superado el tratamiento, con sus lentes de marco negro, cristales gruesos como lupa y su aspecto de espantapájaros, se presentó Nicanor en el colegio para retomar sus clases. Sus colegas al verlo comenzaron a murmurar respecto de los lentes y de qué le habría pasado en la vista. Realmente esos marcos son muy feos y no le vienen a su rostro demacrado, dijo una profesora que era la esteticién entre sus pares y que siempre marcaba la pauta de lo que había que vestir. Por su parte, los alumnos felicitaron a Nicanor por su nueva adquisición y lo animaron a sentirse bien consigo mismo, aunque sabían del aspecto ridículo que adquirió con aquellos gruesos lentes. A la semana de haber vuelto a trabajar sobrevino en el patio del colegio un conato de pelea entre dos alumnos que luego se transformó en una trifulca generalizada; Nicanor que se encontraba justo en el centro del patio conversando animadamente con un pequeño grupo de alumnos sobre un gaucho argentino que deja la ciudad para hacerse cargo de una estancia en la pampa, se ve envuelto en esta tromba en que se había transformado la pelea, trató de intervenir para parar el altercado pero fue arrastrado por la masa; perdió el equilibrio y en la caída perdió sus lentes que fueron pisoteados.

Como no contaba con los recursos necesarios para reponer inmediatamente los lentes, Nicanor tuvo que hacer clases esforzando su vista. Un colega que animaba la conversación en la sala de profesores durante los recreos con sus chistes repetidos y sin gracia, le preguntó a Nicanor cómo había llegado a estropearse tanto la visión; solamente me los he arruinado haciendo clases, con la mala luz, el sol y la miserable luna, a tal punto que a tres metros ni siquiera reconozco a mi propia madre, respondió Nicanor, ¿pero no habías contado que tu madre había fallecido hace años?, preguntó una profesora mientras le mostraba a otra un catálogo de ventas de perfumes. El resto de los profesores se volvió a sumir en la revisión de sus computadores personales.

Llegó el fin del año escolar y a Nicanor le correspondió hacer el discurso para despedir a los alumnos que egresaban en la ceremonia de licenciatura. Aquel día Nicanor se presentó con un aire renovado, su piel estaba tersa y firme, su postura ya no estaba encorvada y su voz retumbaba con el vigor de la lozanía. Las palabras que Nicanor dirigió a sus alumnos estuvieron enmarcadas por la solemnidad, destacó que tal como ellos, él también fue joven, tuvo sus mismos sueños, fundir el cobre y limar las caras del diamante; los alumnos emocionados por las palabras de Nicanor, vieron como a medida que avanzaba el discurso la figura de su profesor crecía para luego levitar y finalmente lo vieron perderse por sobre el edificio del colegio y aseguran los que presenciaron aquella ceremonia haberle escuchado pronunciar el nombre María.


R.L. y F.C.


sábado, 8 de febrero de 2025

El barquito

De pronto estaba tranquilamente dando vueltas por el departamento y se me ocurrió entrar a la pieza más chica, aquella que quedó para guardar las cosas del pelado después de su partida. Allí habían muchos objetos amontonados que eran de él. Bueno, el tema es que entré a ese dormitorio y allí habían o hay todavía, muchas cosas que le pertenecían. Era un amante de las cosas del mar y de su folclórica representación mercantil que el comercio o los chinos hacen del océano. Le gustaba coleccionar pequeñas figuras relacionadas a los marineros, pescadores, sirenas, anclas y timones. Tenía también pequeños barquitos y todas esas cosas, que quizás le hacían evocar una pasión oculta y no concretada por los azares de la vida. Esas cosas estaban ahí, en ese lugar y acumulaban polvo, abandono y tiempo. El paso de los meses, carcomía todo aquello y eso me compadeció de alguna forma. Entonces, entré al dormitorio y vi un barquito muy pequeñito que era como una miniatura de un velero o chalupa; de esos que están siempre ahí en los escritorios, adornando las ideas de literatos románticos o de poetas anónimos. Tomé el barquito que era muy pequeñito, con muchos detalles muy realistas, y lo trasladé a mi dormitorio, y lo puse arriba de un libro, el cual está en una repisa en la pared. Lo ubiqué arriba del libro de Bolaño, aquel póstumo legado literario, 2666. Y bueno, lo dejé ahí con la intención de tratar de llevárselo alguna vez a mi hija. Pasaron los días y las semanas y el barquito seguía allí. Un día volví por esos lados y me fui a mi dormitorio. Para matar un poco el tiempo, me puse a leer un libro de Cortázar donde los personajes se ganan un premio y hacían un viaje en barco. Me fumé unos cigarrillos y de momento había terminado de leer el capítulo de la novela y decido hacer la cama, dejarla ordenadita; bien estirada como si fuese el catre de marineros en alta mar, bien hecha, porque después tendría que ir a otro lado, y no soy de los que dejan su dormitorio patas arriba. Entonces, en ese preciso momento, levanto la mirada y veo que el barquito estaba puesto arriba del libro de Bolaño, puesto en otra posición, pero no de forma horizontal como yo lo había colocado inicialmente, sino que dispuesto en vertical; apuntando la proa hacia la pared. Se encontraba totalmente en otra posición, eso me desconcertó un tanto. Eso me pareció extrañísimo. No sé qué pudo haber sucedido, ya que no lo moví; lo dejé de manera horizontal y de un momento a otro, mientras leía (es lo más seguro, ya que cualquier tipo de manifestación paranormal busca los descuidos, los momentos de abstracciones de las personas para operar, me imagino) cambia de posición, solo. ¿Solo? ¿Cómo era posible esto?


Quizás hubo una telequinesis involuntaria de mi parte, una suerte de autosugestión que predetermina la idea de que el barquito lo había movido yo, inconscientemente o que lo había puesto en horizontal, y que, como buscando una excusa para encontrar esa suerte de comunicación de inframundo con aquel que perdí hace poco, no lograba concretar. Quizás yo soy el que está equivocado. De una u otra forma, este duelo no cerrado existía en mí, y generaba esta sugestión, tal vez eso era.  

El barquito quedó alineado con el libro de Bolaño, como si el autor de La pista de hielo fuese una brújula o un astrolabio que guía su rumbo, allí puesto en el estante, para que navegue por las aguas de mi biblioteca. Mostrando su lomo a los lectores con un desparpajo insolente, quedó el barquito. Estaba así como si estuviese indicando el derrotero de una literatura que marcaba la senda de la derrota; de la vida que se quiebra ante la muerte, de ese recuerdo amargo cuando las cuentas no las cierras adecuadamente con las personas o necesitas más tiempo con los tuyos, para aprender a quererlos, antes que la Noche llegue y cierre los ojos para siempre. Pero cuando esos seres queridos parten prematuramente ya es tarde y todo se pierde irremediablemente y sólo quedan los recuerdos, sean buenos o malos, que de una u otra manera están condenados al olvido. Todas estas cosas, ideas vagas, se habían quedado fijadas en mi mente en el instante aquel, gracias a este hecho insólito, inexplicable y poco verosímil. Estuve mirando el barquito en aquella posición un tiempo más, sin animarme a pararme de la cama y volver a colocarlo como lo había puesto. Seguí leyendo un rato más hasta que sin darme cuenta me quedé dormido un tiempo indeterminado. 

La brisa era agradable y estaba despertando de una siesta que necesitaba. Sentía que el aire estaba cargado de una salinidad un tanto dulce, agradable melodía de sabores era esa brisa. Abría los ojos, más bien entornados, pero no los abría y, sin embargo, algo podía ver en esa penumbra nocturna: el cielo estrellado. Sentía el bramido del mar, peces que saltaban por sobre la superficie del agua. Algunos llegaban donde estaba recostado y me pegaban en el cuerpo. No tenía muchas fuerzas, no sabía muy bien el porqué, pero estaba consciente. Los peces dejaron de saltar; ya me había dado cuenta que estaba en un barco. Sabía que realmente estaba allí, que tenía que hacerme cargo de dirigirlo, porque estaba solo en él. El barco era pequeño y sólo tenía tres secciones; estancos y compartimientos básicos. Me incorporé para tomar el timón. No sabía hacia dónde tenía que dirigirme. En el cielo no reconocía las constelaciones ni los cuerpos celestes más comunes. Habían cambiado todo el orden del firmamento, siendo éste más brillante y resplandeciente. La Osa Mayor y Menor no estaban. El Cinturón de Orión no era tal: ahora eran cuatro y no tres las estrellas que lo componían. Desconcertado ante el hecho me di a la tarea de observar con detalle el cielo nocturno en medio de este mar interminable. Estuve un tiempo considerable en esto, hasta que en el horizonte comencé a ver una luz tenue y débil. A cada momento que pasaba, la luz se hacía más clara y nítida. De momento ví un barco idéntico al mío. La luna llena era esplendorosa, mucho más grande de cómo la recordaba. Debes seguir las estrellas que están agrupadas en forma de serpiente. En el extremo del cielo encontrarás la cabeza, dijo alguien con una voz que la encontré extrañamente familiar, pero no pude precisar. Seguí el camino indicado por la presencia, que a pesar de lo iluminada que estaba la noche, no pude ver su rostro, que lo cubrían las sombras y su capucha de monje medieval. Tuve un pequeño atisbo de temor ante su presencia aunque, luego, eso lo dejé atrás.

Llegué a una playa inmensa, en la que se perdía la vista. No se alcanzaba a ver su inicio y su final y eso me inquietó. Bajé del barco y caminé por la orilla. El interior de la isla estaba tupida por una vegetación impenetrable, era realmente una selva oscura. De ella provenían toda clase de sonidos: gruñidos y trinos hermosos. Estuve mucho tiempo caminando por la rompiente de la ola y escuchando los sonidos que venían de la floresta. Me dí cuenta que la noche no se iba, es decir, el tiempo no pasaba y seguía siendo de noche. Las estrellas y constelaciones seguían fijas en su lugar. Sentí que me fatigaba, así que me senté en la arena a contemplar el espectáculo nocturno y sus dinámicas. Un sopor inesperado me invadió, y una voz, sonó fuerte, más allá de la sierra selvática que estaba a mi espalda. La voz me invitaba a dormir, a soñar con cosas maravillosas, a disfrutar de los laberintos de mi ser, de mi mente que estaba ya en una zona de quietud y tranquilidad. No necesitaba la vigilia, porque en mi sueño yo ya estaba despierto y nunca necesitaba dormir. Alguien golpeó una puerta y yo me paré de donde estaba sentado. Era la Voz. Abrí la puerta, que estaba en medio de la playa como el marco de una fotografía que está colgada en medio de la pared y nada más hay en ella. ¿Por qué estás así; tan desanimado, sin ganas de trabajar o de hacer alguna cosa productiva, simplemente estás sumido en ese vicio? Es que usted no quiere reaccionar, eso es lo que le pasa. Me da la impresión en todo caso, que usted puede salir adelante, contar conmigo puede. Quiero poder ayudarlo a resolver este problema, dijo la Voz en un tono muy compasivo. Quise saber quién me habló, pero no pude contemplar su rostro, al igual que el hombre del barco que se me cruzó. No pude verlo porque no había nadie. Lo único que había detrás de la puerta, una vez que la abrí, era la selva oscura. Sin embargo, escuché lo que me dijo. Eso fue real, tan auténtico como la muerte de un ser querido. Me puse a caminar y llevaba un buen rato en eso, cuando sentí que alguien me daba la mano. De momento la vi: era una niña de unos siete años, de pelo castaño claro —¿ o acaso lo imaginé esa noche?—, con una tez blanca y unos ojos grandes como la noche y la playa. Sus manos eran finas como la nieve. Me mostró su peluche: un conejito de un pelaje especial, color crema. Tenía un collar de lana roja y orejas grandes de conejo. Se llama “copito”, me dijo en un tono dulce y amoroso. ¡Qué voz más bella tenía! Con ese registro vocal seguro ella podría ser parte de los niños de Viena. Luego me mostró un barquito muy pequeño, que podría caber en una botellita. La miniatura del barco era espectacular. No era algo que estaba hecho con lujo de detalle, pero transmitía una nostalgia por el mar y todo lo que venga de él. Realmente me conmovía. Le pregunté quién le había dado los juguetes; ella me respondió luego de unos minutos pero no con palabras, sino que con su mirada. Sus ojos reflejaban la grandiosidad del Für Elise, y su paz, y su belleza más escondida me emocionaba en ese instante. En cada acorde de esa melodía inolvidable, que salía de su mirada, yo encontraba una emoción y una paz única. Su mirada me transmitía una dulzura, que degustaba mi ser, y que me transmitía la certeza de lo que yo le preguntaba. 

Recuerdo que seguimos caminando hasta que me detuve a descansar y nuevamente me senté en la arena. Escuché el mar y las olas, vi las estrellas y la noche y ella me acompañaba. Lloro porque no puedo dejar de pensar, siquiera un instante, que todo es muy breve, y que el problema es elegir, le dije. Seguía hablándole de manera compulsiva sin un dejo de consideración por ella, ya que la saturaba de cosas. No le daba el tiempo para procesar lo que le decía. Me abrazó entre sus delgados brazos y yo me arropé a ella y entré en un profundo sopor y por fin dormí. Dormí profundamente como nunca lo había hecho y sentí que estaba en casa, con mi madre, con el pelado y mis hermanos. Puede que lo haya soñado, pero lo cierto es que desperté luego de un rato, muy sudado, a mitad de la noche en mi departamento; esa vieja fortaleza, que ha estado erguida y cobijando a mi familia desde la época de los setenta. Encendí la luz de mi velador y a un costado de la lámpara estaba el banquito, lejos del libro de Bolaño y de aquella niña de mi sueño.

El reinado del narco

 Matan a un cabecilla narco en Chile, evidentemente fue un ajuste de cuentas. Todos en la población se alertan. Algunos no saben quién pudo ...