
En un arranque de creación literaria, se propuso hacer el siguiente ejercicio: contactar a una scorts y conversar con ella; saber todo lo que pudiese de una mujer curtida por la sexualidad remunerada. No tenía otra intención más que esa y, sin embargo, las cosas tomaron giros un tanto de tragicomedia. Quería saber cosas de ella; cosas relativas a lo humano y lo divino; de los cuidados de mujer que debía aplicar para con su oficio, sus gustos, sus inicios en el trabajo más antiguo del mundo, entre muchas otras cosas más. Él creyó que podría charlar con una mujer del ambiente y conseguir adentrarse en alguna profundidad secreta del alma de una cortesana del siglo XXI. La “niña” del ambiente, que el joven poeta contactó, no tenía más de veintidós años. En las fotos vistas de la muchacha en el internet deslumbraban la belleza femenina y la juventud de la prostituta. El primer contacto por el chat fue un tímido hola, seguido de un ¿estás en la zona? La mujer urgía a su cliente con el listado de los precios y los tiempos que los comensales podían estar con ella. Para él, esto no era más que un ejercicio necesario para pulir sus rudimentos literarios, porque era necesario conocer la distancia y la relación que existe entre literatura y vida. La conversación inicial por chat, fue en la madrugada, cerca de las dos de la mañana. Esa era la hora indicada para poder contactar más fácilmente a una mujer de este ambiente, pensó con toda certeza. Desde que la mujer le respondió el primer hola hasta la última palabra que cruzaron, no pasaron más de treinta minutos en general: un tiempo bien breve como para conocer los recovecos de un alma atormentada por una sexualidad descarnada y vacía de sentido, pensó mientras miraba la pantalla de su aparato celular.
La amenaza fue fulminante al joven literato: la meretriz le comunicó que, por su negativa a atenderse con ella, tenía que pagar por ese tiempo que no estuvo disfrutando de sus servicios, ya que la señora de la pieza, le pedía el dinero por el uso de su habitación por adelantado; que supuestamente habría ocupado con el poeta. Éste, evidentemente se negó a pagar cualquier tarifa, ante un ultraje tan descarado. Le dijo a la joven puta que no estaba dispuesto a aquello. Instantáneamente llega un mensaje de texto con una amenaza directa, solicitando lo mismo que le pedía la puta, pero esta vez era un hombre: el dinero por el tiempo desperdiciado de la puta. Ahora la intimidación era de un calibre distinto: “usted ya sabe: si no cancela lo que nos hizo perder, le caemos. Ya le digo no más. La doña, ya nos dio la orden, ya está avisado pues, joputa”. El tiempo se detuvo en ese momento para el poeta, como si fuese una estatua de sal, el joven literato, no lograba salir de su asombro. Su ánimo se alteró y el miedo lo invadió cuando la puta ejecutó la extorsión, mostrando la foto del joven poeta y su perfil público de redes: “ya ve el profesorsito, descarao, que nos hace perder el tiempo a nosotras; las trabajadoras sexuales”. La funa, que consistían en declarar que el hombre era un desgraciado, que había solicitado los servicios sexuales de una puta que parecía una adolescente de redes sociales, que poco menos era un depravado, siendo profesor cómo era posible esto. Pero nadie reparaba en las verdaderas intenciones del joven poeta. Un escalofrío lo invadió, lo dejó pensativo, sintiendo que ese arranque de creación literaria, había sido un error. Pensando que era muy crédulo, se recriminó. El mundo no entendería nunca sus intenciones artísticas; decidió bloquear a sus intimidadores. La fotografía que exhibía el matón a sueldo de la puta en su perfil del chat, realmente era extraída de una de las MS salvadoreñas antes de Bukele. Cerró todas sus cuentas, revisó los sitios web en los cuales la gente solía hacer funas, para ver si su nombre aparecía en algunos de esos infames listados de escrutinio público que solían manchar irreversiblemente el prestigio de cualquier persona de bien. Como un juguete del destino, que está sujeto a caprichos mayores, la situación lo golpeaba como una broma irreconocible. Lo inverosímil de las circunstancias de los hechos, lo sorprendía: en menos de una hora la mafia venezolana podría caer en su casa, una casa de poeta, con una parra en el patio y los perros falderos ladrando; los autos pasando a velocidad regular por la calle que da a su pasaje. Según el joven y ahora triste y angustiado poeta, los perros de su calle iban a dar el aviso de lo inevitable. Pasaron unos tres días y el poeta comenzó a recluirse en su casa, cada vez más. A la semana ya no salía en absoluto, y pedía a amigos que le hicieran las compras por él. Sentía que estaba siendo observado. De pronto creía escuchar las voces de jóvenes muchachas pasando por fuera de su casa, y estaba seguro que algún día, saliendo de su reducto se encontraría de frente con la puta. Aún recordaba el rostro sensual y tierno de la muchacha; de aquella lolita aventurada a una peligrosa profesión, la que lo extorsionó sin un dejo de compasión. Y eso le hizo pensar que estábamos mal como especie.
Y llegó el día en que nadie le pudo ayudar a hacer su vida cotidiana. Sus padres (ya un tanto ancianos) no habían ido a la ciudad donde vivía el joven vate por esos días; ya no podía contar con ellos. Los tres amigos que accedieron a ayudarle con compras y trámites, justo ese día no podían asistir a su amigo. Sus vidas personales, ese día, no les daba margen para otra cosa, que no fuera compromisos impostergables. Su vecino, el Miguelo, en ese momento, había salido temprano a surcar el aire con su kay. Las circunstancias del día lo obligaron a salir al supermercado. Las clases online que el joven poeta daba tres veces por semanas ya no lo salvarían tampoco. Según el literato eran la excusa perfecta para convencer a sus amigos y familiares que no podía salir de su casa.
Quizás todo esto algún día lo volvería loco y dejaría para siempre la escritura y sus clases.
Ese verano de 2026, ya extinto en los recuerdos fugaces de la gente, fue el anticipo de lo inesperado; de lo trágico vestido de irónico, y el joven poeta desconocía ese porvenir. Paradójico siendo vate, pero las cosas se precipitaron a un punto infinitamente tenso y desconocido para él. La ruta hacia el pueblo natal del poeta era sinuosa y con cierta cuota de vértigo debido a lo escarpado del camino, porque ésa era la única ruta para llegar a su pueblo; y en el camino encontró cierto consuelo al descubrir que los paisajes de su niñez aún se conservaban y sintió nostalgia del futuro y del pasado; porque ya nada le importó: estaría en casa. Se olvidó de todo, de sus proyectos y emprendió el viaje al pueblo de sus padres, el que era su pueblo, y aún así, ese lugar se mostraba como una cosa ajena a él. Caminaría por las calles que lo vieron crecer, que en su mayoría eran de tierra, ya que el pueblo no podía solventar los gastos viales de esa envergadura. Sería reconocido quizás por algunos cuantos lugareños, y él reconocería a su vez, ciertos rostros (ya envejecidos y demacrados) que se mostraban y desaparecían entre faroles, sauces, pérgolas, parrones y la vieja y única iglesia del poblado.
Soñé con una mujer que tenía tres bocas y la misma cantidad de senos. Estaba esperándome sentada en el living de mi casa, con un vaso de Jack Daniels, y una mirada sensual; que se impregnaba en mi mente de manera extraña. Sus senos estaban desnudos, pero no había pezones en ellos. Yo me quedaba mirando mudo, sin poder hacer o decir nada frente a su presencia. Quizás esto no lo soñé, sino que lo viví en algún momento del tiempo y el espacio; en otro universo, en otra realidad. El asunto es que no podía decirle nada a esa mujer. Sus palabras llegaban a mi mente y no a mis oídos; a pesar que veía cómo movía sus labios, y así estuve por casi ocho horas: alucinando y con mucha sed. Bebía y no pasaba nada. Miraba y sólo escuchaba sus palabras casi obscenas, casi santas, casi espirituales y sexuales. Luego llegó un hombre y me encañonó con un gran revolver. Mi sien sudó. Posterior a eso, este hombre, me sacó de la habitación en la que estaba. Me encontraba de momento en una toma; rodeado de casas construidas de material ligero: rucos indignos para cualquier ser humano. Los rostros que aparecían eran haitianos y venezolanos; quizás algunos chilenos de la José María Caro. Todos eran hombres con cortes de pelo tipo cantantes urbanos. Todos emitían al unísono un discurso apologista a la droga y los ajustes de cuentas, a las scorts casi adolescentes y a las fiestas en islas alejadas, y fiestas en calles tomadas, adornadas con banderas de colores y de equipos de fútbol de barrio; donde el control absoluto lo tienen los grandes empresarios del hampa. Desperté bañado en sudor. La persona que iba a mi lado me miraba con una cuota de extrañeza y perplejidad. Aún estaba en camino a mi pueblo y sintiendo el resabio de la pesadilla que recién había tenido. Noté que el bus me causó náuseas, pero no pude vomitar. Al descender del bus rural, pude darme cuenta que la plaza, que servía de terminal de buses, había muchas personas reunidas: varias mujeres jóvenes que descolocaban las miradas de los viejos pueblerinos. Días después del arribo a mi viejo pueblo, supe por voz de algunos amigos, que llegaron a nuestra localidad, una partida de jóvenes prostitutas contratadas todas por don Eladio Rojas. Era increíble: las putas me perseguían. Mi viejo proyecto poético, de pronto, resurgió con inusitadas fuerzas. Contacté, rápidamente, esta vez, a un amigo muy querido que estuvo dispuesto a entablar relaciones comerciales con las mujeres del ambiente y con cualquier otra, y así, acceder (y atenderse con la más joven de las putas, porque realmente no tenía ningún escrúpulo en ello, y se sentía muy entusiasmado, ya que hace mucho tiempo no estaba en la compañía femenina) a la más guapa y joven de todas aquellas sacrificadas mujeres de vida nocturna. De alguna forma mi contrita conciencia me impedía acercarme a ellas; así que le entregué a mi amigo, mi cuestionario. Él, con una mueca de estupefacción, me miró y me dijo que era ridículo lo que le estaba pidiendo. Que accedía solamente, si yo le financiaba la mitad del costo de la señorita, por aquella noche. Está bien, dije. Te daré lo que me pides amigo mío, pero tienes que sacar hasta la última gota de información de ese ser. Quiero saber todo acerca de la vida de esta mujer. Para eso vas a llevar una grabadora; no quiero escuchar quejidos o ruidos raros o cosas por el estilo, preocúpate de grabar la conversación sin que ella se siente intimidada, por favor, le dije.
Se suponía que Gabriel le entregaría la grabación lo antes posible, y ya estábamos a lunes y no tenía idea de su amigo. Gabriel Órdenes, compañero de curso del joven poeta, que fue una persona estridente y ansiosa, se transformó rápidamente en uno de los amigos del novel poeta. Tuvo una vida un tanto sacrificada: sus padres, campesinos que laboraban un terreno que era del patrón de don Anselmo, padre de Gabriel. Ese don Anselmo, hombre curtido en los placeres de la tierra y de las mujeres desde que tenía trece años, llevó a su hijo, Gabriel, a las cuatro luces, también para que el muchacho sintiera que ya es un hombre, cómo él lo había hecho en su momento. Allí, esa noche, Gabito, conocería a la famosa churrasco. El niño sintió vergüenza y pensó que él tenía la culpa por no querer agradar a su papá al dejar que esa mujer le diera sus caricias por donde orina. Se estremeció y sintió cómo la mujer lo miraba: los ojos de ella, su sombra de maquillaje, sus ojos desde abajo nunca se le olvidaron a Gabriel, y ya nunca pudo relacionarse sanamente con una mujer. Desde que comienza la adolescencia de Gabo, como le llamaba el poeta, éste acompaña a su padre, tres veces por semana, a las faenas en el campo. Cada fin de mes se emborrachaba y comía cordero y papas cocidas, jugaba a los palitroques y todo terminaba en las cuatro luces.
Pasaron un par de días más luego que se cumpliera el plazo que le diera Ramón a Gabriel para que le entregara la grabadora con el relato de la puta. Ramón Román Riquelme Rodríguez, conocido por toda la comunidad como poeta joven, que a la vez era un destacado profesor de literatura y lengua castellana, llamada actualmente “lenguaje” a aquella asignatura, era una figura reconocida en su pequeño poblado al sur de Chile. Había publicado un par de obras en la capital. Una de ellas hablaba de neo nazis indígenas urbanos, que se agrupaban habitualmente para salir a barrer blanquitos, como ellos le llamaban a los cuicos. La minita, hermanito, estaba de chuparse los dedos, le manifestó a Ramón con una cara de alegría que no se la quitaba fácilmente. Pero le tienes, me la puedes lo antes posible, para proseguir con mi trabajo, le dijo el poeta de provincias. Gabriel quedó de pasarle la grabación y más esa noche en su casa. Ramón sintió que esa noche tendría que lanzarse y compartir una larga conversación con su amigo. El timbre sonó largamente por tres oportunidades, y así supo Gabriel, que su amigo poeta era el que estaba al otro lado de la puerta. Ramón le dijo que ésa era la forma de identificarlo cuando él fuera verlo a su morada. Esta idea la saque de un libro de la Mariana Enríquez, le dijo en ese momento, pero Gabriel no tenía idea, y eso, no está mal, pensaba Ramón. Todo en él se había congelado: su mirada se clavó en ella como si fuese uno de los clavos de un Cristo barroco; la sorpresa lo dejó mudo e inmóvil en el dintel de la puerta. Los de la habitación por un momento lo miraron, a su vez, con una leve risa el rostro. Ramoncito, ven, deja que te presente a mis amigas. Esta era la sorpresita que te tenía, guachito, dijo Gabriel con un tono fiestero que de soslayo traía picardía en su mirar. Ya no quería sentir más timidez, así que aceptó el primer trago de la noche. Raro porque Ramón no era bebedor, y siempre tuvo una actitud desconfiada con el alcohol, pero esa noche sería distinta. No puedo creer que sea ella, y lo hermosa que se ve…, pensó casi diciendo lo que pensaba. Las risas, las copas y la conversación se fue dando naturalmente entre los cuatro. La otra mujer que acompañaba a muñequita se llamaba Alicia, y miraba a cada rato a Ramón. Éste le preguntó de frentón a la muñequita por sus mejores momentos con los clientes. La muchacha, porque eso era, lo miró con una cara de estupor, pero al instante sonrió lujuriosamente y le dijo: “eso lo podemos ver los dos solos más tardecito”. No tengo cómo pagarte, le había dicho el poeta. Ella sólo se rio.
- ¿Te gusta? - la puta hizo la pregunta como si pidiera disculpas.
Claro que me gusta, pequeña imbécil. ¿Cómo no me podría gustar? Pregunto esto como queriendo que me respondas, pero no entenderías nada de nada. Sólo lo que puedes entender es mover el trasero, haciendo muecas estúpidas frente a las cámaras de los celulares y subiendo tus videos simplones a las redes. Quizás no podrías ni siquiera formar una breve oración simple, sin que se te caigan los calzones, sin que tu padrastro o tío, te haya tocado la vaginita lampiña y suave de una pendeja de quince años como tú. Claro, ahora tienes quizás unos dieciocho años, y ahora sí tu coñito está peludito, se le cruzaba este pensamiento mientras tenía a la muchacha sobre él. Su mirada se clavaba en el rostro de ella. No tenía conciencia plena de lo que pensaba, y así, lograba articular malos pensamientos; un pelambre mental potente. El alcohol ya le había alterado su habitual forma de ser. La (¿pseudo?) embriaguez no le permitía eyacular. El placer que sentía el literato era constante pero no llegaba a un clímax evidente, sin embargo, la puta se destornillaba en gozo, lo que se manifestaba en sonoros quejidos que invadían casi toda la morada. Seguro en las afueras de la casa había gente, que, transitando cerca, se escandalizaba o no por los sonidos del amor que venían y se iban.
Y la pregunta fue muy sencilla, sin embargo, me impresionó que ella me la hiciera: quería saber si me excitaba que me lamieran el culo. La miré extrañado, pues nunca pensé que me harían una consulta de esa naturaleza. Siempre pensé que a las mujeres les encantaba que le dieran el beso negro, pero que se lo hagan a un hombre, eso era otra cosa. Evidentemente, con cierta vergüenza de mi parte, que nunca permitiría que nadie me hiciera algo así. Ella rio de buena gana porque no me creyó. Le dije con el tono más serio que le podía colocar a mi voz, que se olvidara de ese tipo de cosas conmigo, que yo era un tipo convencional, que sólo tenía un interés literario en ella y en su trabajo. A medida que bebía margarita sus ojos tornaban más bellos, más profundos, aunque con una pequeña cuota de melancolía o nostalgia, no estoy completamente seguro de ello.
—a ti, ¿eso debe hacer tu trabajo mucho más agradable, me imagino? —Su risa me incomodó un poco, porque dejaba entrever un dejo de sorna, que yo alcancé a visualizar como una respuesta afirmativa. Pero su sonrisa la hacía más bella. El mesero llegó de pronto con dos tragos más. Pensé que ella era tan caliente como la Gina; aquella muchacha huérfana y media estúpida, que era el deleite de todos los que se ponían la cabeza del Gigante para afilársela, allá donde las viejas de la casa del futre ése de los Azcoitía. No puedo negar que la conversación se me estaba escapando de las manos, y que, por debajo de la mesa, ya tenía una erección en ciernes que sería cada vez más difícil de disimular.
—Realmente disfruto mucho mi trabajo, aunque debo confesar que en el principio fue bastante chocante, sobre todo con los dos primeros clientes, que fueron dos viejos bien feos y con plata, eso deja de lado cualquier tipo de reparo que una tenga. Cuando estaba con ellos, les pedí que nos fuéramos a la ducha, que el agua caliente corriendo por el cuerpo me calentaba mucho, cosa que es cierto, pero así me aseguré que el tipo estuviese totalmente limpio. El olor a jabón me dio el impulso necesario para trabajar bien esa noche. El tipo, viejo y gordo fue pasable después de eso, porque para ser sincera, los olores fuertes me cortan la leche, tú me entiendes. —dijo esto como si realmente tuviese una confianza única en mí. No me conoce y aun así se abre como una pequeña flor de invierno. Me busca con la mirada mientras habla y habla. No deja de contarme cosas banales y, aun así, me siguen interesando sus anécdotas, sus pequeñas historias de puta joven.
Hace años que estoy en una búsqueda. Es una compleja tarea que me he encomendado, pero realmente no sé lo que tengo que buscar. Eso sí, sé dónde tengo que indagar. Son los libros; esencialmente es ahí donde se encuentra aquello que debo hallar. Lo más probable es que me demore una eternidad en todo esto, no importa lo que me cueste, perseveraré en este empeño hasta el final, que me imagino lo que es, pero cuesta admitir la propia desaparición, es natural. Pero para entender lo que estoy tratando de decir es necesario que explique unas cuantas cosas de mí, sin el ánimo de ser muy autorreferente. Soy un chileno de clase media, diría que, mirando hacia abajo, a pesar que tengo la docencia de profesión. Bueno, ser profesional en este país no asegura gran cosa; la verdad es que, por lo menos para tener un pasar tipo europeo o gringo, es necesario ganar sobre los tres millones de pesos y no pretender que te alcanza, con mucha cueva, con seiscientos cincuenta mil pesos todos cagados. Ella me miraba como hipnotizada, me escuchaba transportada a otra dimensión, a una hecha de gloria y de placer. Ahí le dije: recién ahí podríamos hablar, sin embargo, dulzura, ser profesor no está ni remotamente cerca al buen pasar gringo, eso te lo puedo asegurar. La actividad docente está sobrecargada, el sistema es agobiante: no permite la autonomía de decisión al profe. Éste no puede operar libremente en el problema pedagógico del estudiante, ya que está sujeto a programas de estudio grandilocuentes (quise en ese momento decirle: inabarcable en todos los ámbitos del saber humano, abstuve), y a salas atestadas de estudiantes. Ellos y sus familias son la otra pata de esta mesa a mal traer… Esta falta de autonomía docente podría ser la clave para remediar en algo esta situación tan decadente; como también la reducción del número de alumnos que un profesor atiende por nivel, podrían ayudar. Pero, en fin, mi propósito acá no es hablar de mi trabajo exclusivamente. Para aclarar muchas cosas tendré que hablar de cosas muy lejanas en el tiempo. Ella me miró y me dijo que no. No quería seguir escuchándome, lo que era seguro es que se había aburrido con lo que le decía. Ella me tomó de la mano y me introdujo en el cuarto. Me pidió que no hablará más, que sólo me dedicara a contemplar mi propio placer, que me reconociera en ese placer carnal que ella me proporcionaría. Sin saber cómo, ella, ya me tenía en cuatro patas en la cama. Me separó las piernas y comenzó su trabajo. Al inicio me recorrió el pensamiento un rechazo categórico, pero su lengua y sus labios en mi ano pudieron más que mis reparos varoniles ante tal practica sexual. Con una habilidad sorprendente transitaba entre mi pena, mis testículos y mi ano. El placer crecía y yo perdía la noción temporal, el infinito se presentó en toda su amplitud hasta que llegó el fin abrupto. No sé cómo, pero ella se había tragado toda mi esencia y seguía con su loco afán. Esa noche, mientras la veía dormir, las pocas horas que nos quedaban en las Cuatro Luces, sentía que la experi

encia había sido lo más alucinante que jamás había vivido. Los cortos de coñac, la mota que se sacó y su sexo delicioso, fueron la expresión del goce total. “Ahora yo, hazme el nanay”, me decía a penas se despertaba de una siesta breve. Y yo sentía que mis huevos iban a estallar y mi glande estaba rojo como tomate, y, aun así, ella lograba inmediatamente estimularme. Ella valía la pena, cada uno de los putos pesos que esa noche me cobró.
Y me dices que así terminaba tu sueño. Parece que algo te llama.